jueves, 20 de agosto de 2020

Mi escuela primaria

 

Las maestras y maestros que me educaron me dieron una primera aproximación a lo que luego sería mi concepción del docente, no muy digna, por cierto. Mi primera percepción de los maestros y maestras fue como extravagantes figuras de autoridad disciplinar. No fueron mis segundos padres, ni me brindaron grandes lecciones morales, ni me hicieron interesarme por el conocimiento de la Historia. A pesar de pasar allí la mayor parte del día, la escuela no fue mi segundo hogar. Lo digo como algo positivo. ¿Por qué la escuela tiene que constituir un segundo hogar? ¿Qué idea de hogar subyace cuando se afirma eso? ¿Tan fácil es trasladar los vínculos que formamos en nuestro hogar con los que desarrollamos en la escuela? Tengo la sospecha de que más que un hecho real, la idea de la escuela hogar es un producto imaginario de muchos adultos que tienden a romantizar su infancia y su paso por la escuela. Para los que recuerdan su infancia como feliz, es fácil pensar en la escuela como un hogar, una familia. Quiero pensar que para aquellos que no tuvieron una infancia que podría llamarse feliz la escuela no fue su segundo hogar. El romántico me duplicará la apuesta y dirá que para esos casos, la escuela fue su único hogar. Yo lo mandaré a freír churros.
 
Como dije, mis maestras y maestros no fueron mis segundos padres. En primer grado, mi maestra iba en chancletas. Alcira era muy vieja y gorda y ya no aguantaba ir con un calzado acorde al lugar de trabajo. La de tercero te confiscaba juguetes con cualquier excusa y nunca más te los devolvía. Los chicos más grandes nos habían dicho que se los robaba para dárselos a su hijo.  A mí me hizo un robot de Transformers, el cual esperé con ansias su liberación hasta el último día de clases. Cuando se lo fui a pedir, abrió el cajón de su escritorio y me dijo impunemente:
-Mirá, acá no está.
-¡Qué hija de puta! –Pensé apretando los labios.
      En quinto grado nos tocó una señorita muy joven que, mucho antes de la ley de Educación Sexual Integral, nos dio una precaria clase de educación sexual sin el consentimiento de nuestros padres. El revuelo que armó en la institución y las familias fue épico. Quejas de algunos padres, apoyo de otros, reuniones y asambleas generales. No la desplazaron pero nunca más se habló de educación sexual en el grado. En sexto, la señorita Sara te ponía negativos por hablar, prestar un lápiz a un compañero o, simplemente, por respirar. Lo que sea significaba un negativo. Carlos la odiaba profundamente y le hizo la vida imposible todo el año. Sara, en un contra ataque poco efectivo, lo mandó a la psicopedagoga. Y finalmente, recuerdo a tres de los cuatro maestros de área que tuvimos en séptimo grado. El de matemáticas: un viejo muy malo, a un año de jubilarse, autoritario y gritón. Si estabas a contraluz, se podía ver una lluvia de saliva cada vez que esbozaba sus diatribas. Como era de saltearse consonantes en algunas palabras, toda la escuela lo llamaba “conce(p)to”. Una vez, se me ocurrió copiarme junto a un compañero y nos descubrió. El sermón salival nos cayó como una tormenta ácida sobre nuestros llorosos rostros. También recuerdo al de naturales. Lo apodábamos “chivita” por su barba candado, de moda en aquel entonces. Chivita era un joven maestro de vocación y entusiasta con el cual hacíamos experimentos de todo tipo. Una vez, vimos a través del ojo de un chancho. Por último, recuerdo a la maestra de Lengua, una señora también severa, de pelo corto y unas canas violáceas que, por su evidente prognatismo, mi compañero Carlos apodaba “mandíbula de crique”.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Maestro clandestino

 En noviembre del 2006 me llaman de una escuela de Palermo para cubrir una suplencia de un mes. Todo suma, dije, y me dirigí a la escuela de la calle Gascón, a un par de cuadras de la escuela Ecos, donde recientemente había sucedido el accidente vial conocido como La tragedia de Ecos, en el que 9 estudiantes y una docente habían fallecido en un viaje de visita a una escuela rural en Chaco. Cuando llegué a la escuela me recibió la directora. Me atendió en su oficina que al parecer estaba ubicada en la parte de Primaria del establecimiento. Lo recuerdo porque tuve que esquivar pequeños desaforados en recreo. Era una suplencia para cubrir a un profe que se tomaba una licencia extendida por paternidad.
   -okey, no hay problema. ¿qué materia es?
   –Es para Ciencias Sociales y Literatura en 6to y 7mo grado. –Me dijo. La miré con cara extrañada. Debe haber un error, pensé.
   –yo soy docente de secundaria, no estoy habilitado para dar en el nivel primario. –La directora me miró con una sonrisa y cierta condescendencia, como diciendo “qué pichón que sos, querido”. Para mi sorpresa, eso no le importó. Al final de la suplencia me pagarían en mano e informalmente si yo no tenía ninguna objeción. Para superar el anterior momento de principiante y con un aire de clandestinidad, o sea, con voz muy baja, le dije que no tenía problema. ¿Qué podía pasar? Pensé. Nunca presenté credenciales ni me las pidieron. Iba dos mañanas completas, donde alternaba las horas de Sociales y Literatura en ambos cursos. Tenía varias horas libres cuando los cursos estaban en Música, Plástica o Educación Física. Además, en los recreos debía estar en el patio, observando a los chicos para evitar accidentes, peleas y juegos violentos.
               Lo más cercano a la felicidad que debe haber en este mundo es un recreo de escuela Primaria. El ser humano en estado salvaje, a las corridas, a los gritos, desparramados por el piso. Despreocupados y extraños a cualquier problema mundano. Allí parado, observando todo esa vorágine de entusiasmo y nihilismo, sentía una profunda envidia.
En ambas materias no tuve ningún problema. Sólo debía agarrar el manual y seguir con los temas y actividades que allí se proponían. De Literatura y prácticas del lenguaje no tenía mucha idea, sólo lo que recordaba de la escuela. Por temor a equivocarme, nunca me decidí a explicar ninguna regla gramatical de la cual no estuviera muy seguro. Para pasar el tiempo, dejaba la hora a la lectura y a las actividades de libro. La mayor parte del tiempo daba Sociales. Allí, en 7mo grado, tuve como alumna a la hoy famosa actriz y pariente política del ex Presidente Macri, Naiara Awada. Claro que en ese momento era más conocida como la hija del actor Alejandro Awada. En otro grado estaba el hijo de Carolina Papeleo y, en otro, el del Pato Galván. Por suerte, nunca se presentó en la escuela una inspección que detectara semejante irregularidad e hice la suplencia con total normalidad. Esa fue toda mi experiencia como maestro ilegal de escuela primaria en pleno Palermo en una escuela de hijos de famosos.

Un docente de oficina


A mediados del 2005, cambié las clases en el ISMM de Villa del Parque por la sede de Olivos, en Vicente López, a dos cuadras de la quinta presidencial. Mi desembarco en la Provincia de Buenos Aires estaba comenzando. Y más aún, cuando en Julio, me llaman del lugar más polémico y extraño en el que trabajé alguna vez: La Fundación Unión de Centros Educativos (FUCE) radicada en el multitudinario centro de San Miguel. El FUCE era un bachillerato a distancia y acelerado, o sea, todo lo que está mal en educación. Aquí comprobé que todavía se puede bajar un nivel más a la hora de obtener un título secundario. Pasando por las clases particulares y el secundario acelerado llegás al secundario a distancia. Si no lográs terminar el secundario con ese sistema ya nada ni nadie puede ayudarte. Quedé a cargo de todas las materias de sociales que daba el Instituto, con una carga horaria, si mal no recuerdo de 30 horas cátedra. La grilla estaba organizada como el horario de una escuela presencial, absurdamente, con los recreos incluidos. Yo tenía que ir todos los días de 17.10 a 21.30 de la noche, pero no tendría clases. Mi trabajo consistía en estar frente a una computadora con internet y un teléfono de línea para responder consultas de los estudiantes que estaban cursando. Era un trabajo de oficina, pero con una particularidad: No tenía nada que hacer. Yo estaba sorprendido y hasta a que no me depositaron el primer sueldo nunca creí que me podían pagar por eso. Lo más bizarro: nunca, absolutamente nunca, en las tediosas horas que dediqué en ese empleo, recibí consulta por mail, y durante el eterno año que estuve allí, sólo dos estudiantes me llamaron por teléfono. Es decir, que mi trabajo era ir, sentarme frente a la computadora y no hacer nada. Compartía oficina con el resto de los docentes, que tenían muchas menos horas que yo, llegaban, cumplían su horario y se iban. Yo me quedaba y buscaba pornografía en horario de trabajo.  No había nada más que hacer, las redes sociales aún no existían y yo cumplía el horario religiosamente. Me iba después que la directora, quedándome sólo con el personal de limpieza. Una adulta mayor bastante charleta que seguro sabía que yo usaba internet para fines onanistas. Cuando se dieron cuenta que yo cumplía el horario como un boludo, me dieron una llave y fui el encargado de cerrar la oficina. De Agosto a Diciembre fue igual. Monótono, aburrido y solitario. De vez en cuando, me visitaba Alejandro, que vivía por la zona. Pasábamos la tarde en San Miguel. Recorríamos el centro, comprábamos facturas y merendábamos en la oficina. Así conocí esa zona céntrica del conurbano. Fue lo más interesante de ese trabajo. Nunca había visto tanta gente caminando por la calle, ni siquiera en el centro de Buenos Aires. En palabras de mi malicioso amigo Alejandro, era como estar en Nueva Delhi. En este punto, es inevitable caer en el lugar común del porteño que descubre el conurbano. Llegaba a San Miguel en el ferrocarril San Martín, desde la estación Devoto. Locomotora Diésel y coches con puertas abiertas. Para mí, un cándido porteño, era algo completamente nuevo.. La estación San Miguel, de la que tanto hablaba Dolina en sus programas, donde simulaba ser un vendedor de panchos, era el último punto de civilización en ese conurbano indomable. Por lo menos yo lo creía así. Me sentía un extraño en ese mar de gente. Algo así como Beatriz Sarlo, aquella vez que escribió una nota en la revista de Clarín sobre el nuevo shopping de Haedo y las curiosas costumbres de los lugareños. A diferencia de Sarlo, yo iba a San Miguel todos los días, de modo que, mi identidad porteña comenzó a desvanecerse por esa época y, después de 13 años trabajando en el conurbano, donde hice escuela en más de 10 localidades, puedo decir que me siento un experto hablando de ese vasto universo. Con Alejandro, Martín y Eduardo, podíamos hablar horas sobre las gentes, los lugares y las costumbres de regiones desconocidas para cualquier porteño, como Rafael Castillo o González Catán.

Volviendo a al FUCE, la única tarea, relativamente seria que hice allí, fue corregir algunos exámenes que los inscriptos, me niego a llamarles estudiantes, vinieron a rendir en varias fechas. Ahí me di cuenta que era verdad. Había gente que estaba “cursando”. Otra tarea, mucho menos seria, fue pasar varias horas firmando exámenes ya corregidos por otra persona. Llegaban exámenes de otras sucursales, suponía, y como la directora me había pedido que los firme, los firmé a todos. Eran cientos, miles. Y lo hice, más que nada por hacer algo.  

A partir de Enero del 2006, después de cumplir religiosamente por 5 meses el horario en San Miguel, comencé manejar los tiempos a discreción. No había control de entrada ni salida, no había libro de firmas ni fichaje de ningún tipo. Así que en vez de entrar a las 17.10 como era habitual, comencé a hacerlo a las 18 o 18.30, según me viniera en gana. Y, obviamente, nunca más me fui a las 21.30. Nunca nadie me dijo nada. La Directora, la secretaria y los otros docentes no aparecieron durante el verano. Sin embargo yo iba, porque me habían dicho que tenía que ir y porque era una forma de salir de mi casa y decir: “me voy a trabajar” aunque sea una farsa. Ellos seguían pagando, y no ir me parecía una total desfachatez. Con el tiempo cambié de opinión.

Mundial 2006 y yo ya había decidido no ir al FUCE los días de partidos importantes y así lo hice. Como era de esperarse, nadie opuso resistencia. Hasta que un día, en el cual Alemania e Italia se jugaban la permanencia en el mundial, me llaman del FUCE. Yo estaba mirando el partido en mi casa en el mismo momento que tendría que estar allí, respondiendo consultas.

–Hola, Jorge ¿Vas a venir? –me preguntó la secretaria que había visto unas pocas veces en la oficina

–Sí, sí, estoy yendo. –contesté mientras comenzaba a manotear la ropa para vestirme. -En media hora estoy.

–Bueno, dale, te estoy esperando porque tengo que hablar con vos.

Listo, me echan, pensé mientras manoteaba la mochila y la campera. En el viaje en el San Martín, mi mente divagaba sobre posibles diálogos con la secretaria. ¿Debía pedir o no indemnización? Me parecía un caradurez pedir indemnización cuando hacía un año me pagaban sólo por cumplir el horario que, además, había cumplido solo por 5 meses. Obviamente estaba en mi derecho. Si me contrataron fue por mi capacidad para trabajar, mi fuerza de trabajo, diría un marxista. Si ellos no dispusieron de esa capacidad en todo el año no era mi problema. Al llegar me recibió la persona que hacía de secretaria y allí me di cuenta que tenía un papel administrativo mucho más importante. Me informó que el instituto iba a cerrar. No tenía que ir más. Se me iba a pagar el salario del mes, los proporcionales y si te he visto no me acuerdo. Ni siquiera atiné a reclamarle indemnización. A pesar que me correspondía, me parecía una estafa mayor a la que ellos habían organizado. Me dio una dirección en el centro de Buenos Aires para ir a buscar la liquidación y eso fue todo. Adiós al FUCE, a San Miguel y al glorioso ferrocarril San Martín que me llevaba y me traía

Unos días después, mientras estaba cenando en casa la casa de mi amigo Carlos, aparece en TN una noticia que me dejó estupefacto. La sucesión temporal se detuvo por un instante. Habían denunciado al FUCE, en España y Argentina, por expedir títulos truchos. -Bueno, voy en cana, pensé. Había firmado miles de exámenes y libros de actas. Mi nombre estaba en todos lados. Me acordé de la película “Plata Dulce”. Yo era el boludo de Bonifatti y la supuesta secretaria, que me había contratado y despedido, era el hijo de puta de Arteche. Fueron momentos de incertidumbre y de seguir la noticia minuto a minuto. Finalmente, con el correr de los días, la angustia inicial de que mi carrera docente terminara antes de empezar se desvaneció completamente. Mis amigos y mi familia nunca supieron que yo había trabajado allí.

Educando en los bordes


Comencé ejerciendo la docencia en los márgenes del sistema educativo y desde el escalafón más bajo, como empezamos muchos: dando clases particulares, en planes acelerados y bachilleratos a distancia. Trabajo informal y precarizado, en circuitos de enseñanza al límite de la legalidad.

Terminé de cursar la facultad a finales del 2002, en la post crisis del 2001. La nueva década encontró a la Argentina descolocada, desvariando y a la deriva, como cualquier egresado de la Universidad pública. Mi estado de conciencia y mi precariedad económica estaban en sincronía con el estado general del país. Un año atrás, mientras veía los cacerolazos y lo piquetes por televisión, pensaba en el desastre económico que íbamos a padecer durante toda la década, justo en el momento que debía insertarme en el mercado laboral como futuro docente o becario del CONICET o kiosquero. En ese diciembre del 2001, las posibilidades eran más inciertas que nunca en un país que suele jugar con la incertidumbre como juega el gato maula con el mísero ratón

En 2003 voté a Néstor Kirchner, no a plena conciencia, sino más bien, porque el resto me parecía impresentable. Mi marco teórico para encarar la comprensión de la realidad en aquella época era el marxismo –lo sigue siendo- y si se quiere, cierto progresismo. Comulgaba con el progresismo de la década de los 90, pero consideraba que se quedaba a mitad de camino, centrado en el discurso moralista anti corrupción y una propuesta socialdemócrata que no me convencía del todo por lo moderada y tibia. En el 97, cuando me tocó votar por primera vez, voté a De la Rúa para jefe de gobierno porteño. Estaba cursando el CBC y aún no había llegado a mi poder la bibliografía que cambiaría mi visión del mundo y de la política. En el 99, habiendo leído a Marx, Engels y a Gramsci voté en blanco para presidente y en el 2001 voté al notable Luis Zamora.

A diferencia de la hiper de Alfonsín y la hecatombe menemista, mi familia fue inmune a la crisis del 2001. Mi viejo, haciendo uso de su experiencia de medio siglo en un país impredecible, sacó todos sus ahorros del plazo fijo a principios de ese año, de modo que, cuando vino el corralito de Cavallo, apenas se mosqueó. Por años se jactó de su capacidad de providencia. Agradezco a la previsionalidad, que a veces raya lo conspirativo, de la sagaz mente de mi padre por esa acción. Si el corralito hubiera afectado los ahorros de toda su vida no se si la hubiera contado.

Cuando llegó abril del 2003, me hice la misma pregunta que se hicieron muchos de los que votaron a Néstor como los que no: ¿Quién es este tipo? No me hice kirchnerista del todo durante su presidencia. Sí lo hice a partir del conflicto con el campo a pocos meses de empezada la presidencia de Cristina Fernández. Me considero un kirchnerista de la segunda ola, a pesar de haberlos votado siempre. En esos años, 2003-2007, la recomposición del salario docente fue muy elevada, teniendo en cuenta que veníamos de una fuerte caída durante la crisis. Por suerte, mis apreciaciones durante la crisis del 2001, estuvieron profundamente equivocadas. De modo que cuando pude conseguir un trabajo estable en la docencia, el salario no era tan malo, y en amplios sectores sociales, la carrera docente fue una verdadera salida laboral, quizás como nunca antes en las últimas décadas.

 El 2003 fue penoso. Me anoté en el Estado en la Ciudad de Buenos Aires sin la esperanza de conseguir trabajo inmediatamente, porque recién uno aparece en los listados al año siguiente, pero eso yo no lo sabía. Pensaba que sería difícil porque recién salía de la facultad y no tenía más puntaje que el de mi título. Después me enteré que, además, hay que esperar al año siguiente para aparecer en el listado oficial. Me olvidé entonces del Estado hasta que los vericuetos burocráticos dieran cuenta de mi existencia.

En escuelas privadas, después de repartir mi currículum en todos los barrios porteños, sólo tuve una entrevista: En el Instituto Argentino Excelsior. Verán que los nombres ridículos serán una constante en mi trayectoria o, más bien, son una constante de las escuelas de gestión privada. El instituto se encuentra sobre la avenida Rivadavia, muy cerca de la Facultad. Era para dar Formación ética y ciudadana en un 5to año que, según la directora, era muy indisciplinado y de formación ética entendía muy poco. No abrí la boca en toda la entrevista y, como era de esperarse, no quedé. Fue casi todo un año de infructuosa búsqueda.

Recién a finales del 2003, en Octubre, se contactaron conmigo varios institutos de clases particulares. El más conocido de ellos, el Instituto Zabala, ubicado en la zona de Belgrano, y un par más, uno de Palermo y otro de Caballito. Es así que comencé dando clases particulares, trabajando a destajo, preparando adolescentes con propensión a la vagancia que se habían llevado Historia, Geografía, Ciudadanía y etcétera. Noviembre, diciembre, enero y febrero hice algo de dinero, viajando por toda la capital, y a veces por el desconocido conurbano, visitando casas de niños y niñas de clase media acomodada que no tenían ganas de estudiar. Me sentía frustrado dando clases a esta calaña de estudiantes que necesitaban de un profesor particular para materias del área de Ciencias Sociales. “¡Cómo vas a llamar a un profesor para preparar Historia! Si tenés que leer, nada más”. Pensaba yo y calculo que el resto de ustedes también. Obviamente no es del todo así, pero yo creía que sí. No tenía motivación profesional alguna para darle clases a esos patanes que se habían rascado todo el año.

Recuerdo sí, que una de las peculiaridades y atracciones de este sistema de profesores a domicilio eran las miradas insinuantes de madres libidinosas, que al estar en una posición acomodada, tenían tiempo de sobra para ocuparse de su cuerpo y no de sus hijos. Para eso llamaban a profesores particulares precarizados. Si la clase era por la mañana, las madres me atendían en sensuales batones o en calzas listas para ir al gimnasio. Recuerdo una de ellas de la zona de Parque Chacabuco, vestida con outfit deportivo -con un tono de voz que me recordaba a Betiana Blum en Esperando la carroza-, que mientras le pegaba una palmada correctiva en la cabeza a su hijo le dijo:

       -despertate a la vida, Rodrigo, dale. –Rodrigo apenas reaccionó.

Rodrigo estaba más dormido que Macri antes de inaugurar sesiones en el Congreso y además estaba empastillado. Estaba de moda drogar a los pibes con déficit de atención en esa época.  Esas mamás responsables por el devenir educativo de su hijo aprovechaban mi presencia para, por un lado, practicar sus oxidadas técnicas de seducción y, por otro, para salir de la casa, ya que todo el día sus hijos estarían al cuidado de un desfile de profesores particulares.

Para los suspicaces, les anticipo que no suelo mezclar el trabajo con el placer, no por corrección ética y profesionalismo, sino más bien por quedado que nunca se da cuenta de nada. Así que si alguna vez una madre pudo haber demostrado algún interés en mí –cosa que no creo aún hoy- no podría confirmarlo.

En muchas ocasiones, los padres y madres brillaban por su ausencia o semi ausencia. Estén o no presentes en la casa, a veces me atendía el alumno y él me pagaba al final. En una de las clases recurrentes, en Villa Devoto, el padre llegaba y tiraba el portafolio en el sillón a la vez que se iba desvistiendo y se dirigía hacia el fondo. Saludaba a su hijo y a mi casi sin mirarnos y sin dejar de caminar ni de sacarse la ropa. A continuación, se escuchaba un chapuzón en la pileta. Supongo que se tiraba al agua en calzoncillos o tal vez llevaba la malla al trabajo debajo del traje. Nunca me atreví a preguntarlo.  

Ese mismo mes de noviembre, en un ataque de iluminación emprendedora, se me ocurrió comprar mi primer celular. Por razones laborales, compré un motorolla startac usado. Con un celular, las posibilidades de tomar alumnos se multiplicarían. Y así fue. Recorrí los cien barrios porteños y algunos del conurbano. Comencé a hacerme mi propia agenda de alumnos recurrentes y por fuera de los institutos. Nunca tuve la valentía, sin embargo, de proponerle a algún padre o alumno descartar al intermediario e intercambiar números de teléfono. Siempre fue a pedido del cliente. Aún así, mi agenda llegaba a estar completa en épocas de examen.

Tenía cierta pericia dando este tipo de clases. Era bastante solicitado en materias donde la oferta de docentes es la más atomizada del mercado. Explicaba, escribía, hacía resúmenes, cuadros, cuestionarios. Todo lo que explicaba quedaba por escrito de alguna manera. Y eso a los holgazanes les encantaba. Era el melón que hacía todo el trabajo que ellos tendrían que haber hecho a lo largo del año en la escuela.

Para Marzo, las clases particulares comienzan a decaer drásticamente. Lo único que queda son las clases a pre adolescentes que comienzan a preparar el ingreso al Nacional Buenos Aires o el Pellegrini. Preparé varios. Lo que te queda claro de preparar estudiantes para el Nacional es que el que tiene condiciones para entrar no necesita que alguien lo prepare. Admiraba mucho a los niños y niñas de 12 años que en Historia y Geografía la tenían mucho más clara que yo cuando tenía su edad.

A comienzos del 2004, Junto con esas escasas clases, la búsqueda laboral fue mi actividad principal. Continué recorriendo la Ciudad de Buenos Aires repartiendo currículum en las escuelas de gestión privada. En Abril, me llaman de otra institución conocida por su sistema de bachillerato acelerado y también por su berretez ignominiosa. El Instituto Superior Mariano Moreno (ISMM) de la sede de Villa del Parque. Allí tuve mi primer curso. Con un poco de malicia diré que era un rejunte de jóvenes que decididamente se habían negado a hacer el esfuerzo de permanecer en la escuela. Siendo más benevolente, junto con estos jóvenes, también alternaban adultos que querían terminar el secundario porque sus situaciones particulares en la adolescencia se lo impidieron. También había extranjeros, que querían validar los títulos de sus respectivos países. Las materias eran cuatrimestrales o trimestrales o lo que sea que duraran. Nunca lo tuve claro del todo. Daba Historia y lo que me ofrecían. El trabajo era en negro y por hora.

Allí tuve como alumno, durante un cuatrimestre, al joven Nazareno Casero. Sí, uno de mis primeros estudiantes fue el alumno Capusotto, pero ya de adolescente. Ustedes dirán que una cosa es el actor y otra su personaje. En este caso, eran indistintos. Con 17 años, el alumno Capusotto llegaba tarde casi todas las clases y, tanto sus compañeros como yo, nos deleitábamos con las largas y extravagantes excusas que esgrimía para justificar sus tardanzas. Como no podía ser de otra manera, no estudiaba absolutamente nada. En el examen final, un poco a modo de agradecimiento por todas sus performances y un poco porque ni yo mismo creía en ese sistema, le hice el examen, que aprobó con un 6.  

martes, 18 de agosto de 2020

Mitos y verdades de la educación privada


Argentina es un país que desde su construcción se jacta de su sistema de educación pública en todos los niveles. Desde sus escuelas primarias que educaron al inmigrante y al criollo a principios del siglo XX hasta sus prestigiosas universidades nacionales. Por eso cabe la pregunta sobre el lugar que ocupan las escuelas de gestión privada en este país. Y más precisamente, qué lugar ocupa la educación privada subvencionada por el Estado. ¿Qué función cumplen? ¿Está bien que estén subsidiadas? ¿Qué grado de autonomía tienen con respecto a las regulaciones y resoluciones estatales? 



Veamos, en primera instancia, el sistema de subvención de instituciones privadas es un sistema que al Estado le conviene. Éste aporta un dinero, para nada deleznable, porque es el costo más alto que tiene una escuela, que son los salarios del personal docente, y se desentiende de otras responsabilidades educativas, laborales y financieras. En la Ciudad de Buenos Aires la educación privada llega al 50%, y en el Conurbano bonaerense, en promedio, al 40%. En algunos partidos, como en San Isidro y Vicente López, supera el 60%. La educación privada viene a cubrir algunas falencias de las políticas educativas de todos los gobiernos. Sin esas escuelas, la infraestructura educativa estatal no alcanzaría para cubrir la matrícula.


Si bien en el período kirchnerista hubo una reivindicación de la escuela pública, un aumento considerable del presupuesto y se desarrollaron un sinfín de políticas educativas, el proceso de privatización no amainó, a pesar de que este proceso se dio en un porcentaje menor que en los países de la región. El interrogante crucial es por qué una familia, teniendo a disposición la educación pública y gratuita para sus hijos, elige la privada.


Una explicación es la económica. Frente al mejoramiento de las condiciones sociales y su poder adquisitivo, las familias eligen pagar por la educación suponiendo que lo que se paga es de mejor calidad que lo que te ofrecen gratis. Aclaré en algún capítulo que, en general, no hay diferencias de calidad entre escuelas privadas y públicas del mismo nivel socioeconómico. Varios estudios expuestos por Tenti Fanfani y Grimson así lo demuestran. Esa operación mental, la de elegir lo privado porque supuestamente es mejor, es una falacia que se relaciona con la segunda explicación, que es la imagen que de la escuela pública se ha hecho desde los 90 hacia acá. Es la representación de que la escuela pública no posee el mismo orden y disciplina que el sector privado, que los docentes faltan mucho, hacen paro y las reglas son más laxas. Es cierto que los docentes realizan más paros que en la escuela privada, de hecho, son los únicos que toman medidas de fuerza. Como ya dije, los paros en las privadas se pagan caro. También es cierto que gracias a los paros de los docentes de las escuelas públicas, todos los docentes, incluidos los de la privada, se benefician de los acuerdos salariales resultantes, pero ese no es el tema. Juega un papel, en mi opinión poco relevante, el hecho de las huelgas y el ausentismo docente a la hora de elegir por la pública o la privada. Las causas se encuentran en otro lado. La idea de pertenecer a un sector social y la lógica de distinguirse tienen un rol más preponderante. Igualmente, siempre hay que atender a cada caso.


En mi propia historia personal sucedió que, a excepción del secundario, toda mi educación fue pública. ¿Por qué me mandaron a un secundario privado? En el caso de mis padres, es probable que haya sido la lógica de distinguirse o pertenecer a la clase media, pero no creo que haya sido el factor más relevante, sino más bien, el haber evaluado que las privadas ofrecían una educación más ordenada y autónoma que la de los públicos. Hay que tener en cuenta que en mi distrito, había muy pocas escuelas públicas y las privadas son en su mayoría confesionales. Por eso, mis padres optaron por una privada y confesional, pero no católica.


También es cierto que las escuelas privadas gozan de mayores márgenes de maniobra para educar que las públicas. Tienen mayor autonomía sobre el proceso de aprendizaje. Dejando de lado las instituciones que alientan actitudes competitivas y valores religiosos, hay otras que promueven el respeto por los derechos humanos, son inclusivas y apuntan a la diversificar su matrícula. Pero no son la mayoría.


Suele decirse que la educación privada funciona como mecanismo de segregación social. Según el costo de la cuota, su ubicación y su prestigio, las escuelas privadas captan a determinado sector de la sociedad. Esto puedo confirmarlo, ya que nunca tuve grandes diferencias de clase en el alumnado de las escuelas donde me tocó trabajar. En el Humanos, todos eran de clase media acomodada, en el Cervantes de clase media y en el Jesús María de clase baja. La educación en los privados está muy segmentada.


Sin embargo, para ser justos, esto no significa que en la escuela pública no esté segmentada y asistan por igual niños ricos y pobres. Eso es un recuerdo del pasado. En realidad, eso sucedía en otra época y no en el sector secundario, sino en el primario. La escuela que igualaba y promovía el ascenso social era la escuela primaria de la primera mitad del siglo XX. El fenómeno de escolarización secundaria es más reciente. Hacia 1947, el 90% de los jóvenes no asistía a la escuela secundaria, recién a partir de los 70 y 80, la escuela secundaria se empieza a masificar. Además, las familias ricas argentinas, en Buenos Aires y en el interior del país, siempre mandaron a sus hijos a escuelas privadas distinguidas. Por lo tanto, no podemos afirmar de manera contundente que la educación privada en el sector secundario segrega por clase social y la pública no. Lo que si es cierto, es que restringe el acceso fuertemente a los sectores más pobres que no pueden hacer frente a los costos de las cuotas, los uniformes y otras exigencias.


Lo que es muy importante, en mi opinión, es que la educación privada deja a los sectores medios fuera del debate sobre la educación pública. Las clases medias evitan la discusión sobre la jerarquización docente y las mejoras en infraestructura, recursos y programas escolares porque no son atravesados por estos problemas que afectan mayormente a la escuela pública. La consecuencia es que la presión social por la mejora de la educación pública es más bien baja, y queda reducida a los esfuerzos sindicales y que nos caiga en gracia un gobierno que ponga algo de énfasis en el sistema educativo. La educación pública no es una causa común de sectores medios y populares.


 En definitiva, a pesar de que las escuelas privadas son una afrenta contra los derechos de los trabajadores docentes y no docentes, también son las que permiten que el sistema público funcione. Sin la escuela de gestión privada subvencionada, la educación pública tal como está ahora colapsaría sin remedio.

Aguantando la escuela

  Pasan las épocas y cambian las costumbres, las viejas instituciones se transforman o desaparecen, pero la escuela permanece intacta, inmutable, inconmovible y parece que estará aquí como estuvo antes, para siempre.  El pizarrón y la tiza, con los cuales dictaba clases Sarmiento, todavía hoy se resisten a ser reemplazados por la pizarra digital o el marcador al agua. Las tecnologías de la información y los medios digitales amenazan con desplazarla como fuente de toda verdad y conocimiento y con demoler su viejo edificio de ladrillo y cemento en pos de una educación virtual, más laxa y menos disciplinaria. Como escribió un amigo: nadie la juzga y todos la reivindican como la solución a la pobreza, la desigualdad y la decadencia de los valores,


                    

A pesar de su aparente permanencia invariable, los roles de la escuela se han ampliado desde sus comienzos hasta nuestros días. Hoy es una institución multifuncional. A finales del siglo XIX, educaba al soberano, disciplinaba al nativo y al inmigrante difundiendo la argentinidad en clave asimilacionista y homogeneizadora. La educación pública alfabetizó y dispersó identidad nacional en todos los rincones del territorio y su éxito, sin dudas, fue contundente. En la actualidad, en la vida moderna, donde nadie sabe qué hacer con sus hijos, los clubes barriales desaparecen y la calle ya no es lo que era, la escuela parece ser la solución, como depositaria y contenedora de esos niños indefensos de quienes ya nadie sabe o puede ocuparse. Por eso la escuela está en crisis y lo está desde hace mucho tiempo. Como todo lo instituido, una vez que se instala, tiende a la reproducción y a aislarse del contexto en que actúa. Es cierto que, con el tiempo, la escuela tiende a hacer mejor las cosas, pero no se la puede hacer responsable de no cumplir con todas las expectativas que la sociedad deposita en ellas.
          Es notable como en otra época, el docente egresado de la escuela normal, con una formación no muy amplia y casi nulo conocimiento de las corrientes didácticas y pedagógicas contemporáneas, haya sido un referente del conocimiento y la disciplina escolar, mientras que hoy, miles de egresados de institutos de formación, profesorados y universidades, versados en las más
aggiornadas estrategias didácticas y un conocimiento más riguroso, estamos dedicados a dar amor y contención más que a instruir en los conocimientos de nuestra disciplina. Ni hablar de ser una figura de autoridad o de prestigio.
               El docente que antes representaba la autoridad e impartía conocimientos ahora es un sujeto dedicado a brindar contención a un grupo de niños desamparados, con padres que están afuera todo el día, en el trabajo, en espacios de ocio o con su otra familia. La sociedad cambió, la familia cambió, el adulto responsable cambió, la escuela permanece ahí, aguanta.




               A partir de la segunda mitad del siglo XX, varias tecnologías amenazaron con derribar los muros escolares. Primero la televisión. Nunca en la historia de la humanidad un artefacto había cuestionado tanto la autoridad de los padres y la escuela. El saber comenzó a difundirse de otra manera, lo límites simbólicos, materiales y legales entre la infancia y la adultez se desvanecieron y ambos mundos comenzaron a equipararse. El secretismo típico del mundo adulto se rompió y ahora los niños podían acceder a una gran cantidad de conocimientos sin la intervención de sus familias y sus maestros.
       Digamos que con la televisión sola no alcanza para derrumbar un edificio tan sólido como la escuela y los valores tradicionales. Los cambios culturales de las décadas de los 60 y 70 contribuyeron en gran medida a socavar los valores y las costumbres en los cuales se sostenía la autoridad de los adultos. La televisión fue el medio principal por el cual esos nuevos valores se hicieron conocer. Y de la mano de los cambios culturales y la televisión, comenzaba a configurarse una nueva identidad infantil y una cultura centrada en lo juvenil como nuevo modelo a imitar, su ropa, su música, sus costumbres.
      ¿Qué hizo la escuela para afrontar los nuevos desafíos? Poco y nada. No le hizo falta. La televisión, que se proponía desde algunos ámbitos, no sólo como recurso didáctico sino como nuevo agente de enseñanza y socialización, entró a la escuela pidiendo permiso. No reemplazó al docente, ni a los libros escolares, no reemplazó al pizarrón ni a la tiza. Digo “entró” en sentido figurado. No hace falta que el aparato físico esté en la escuela para disputarle el lugar al docente. En la escuela la televisión es un aparto vetusto al que se le da uso al final de año para matar el tiempo en las vísperas del cierre de notas. La tele se convirtió en competidora de padres y maestros directamente desde la casa de cada estudiante y allí su ventaja. Difundió nuevos valores, reemplazó lecturas, transmitió conocimientos antes vedados y se convirtió en un férreo competidor por la autoridad y la legitimidad del conocimiento.
      Pero como la televisión nunca tuvo como finalidad educar al ciudadano sino al consumidor, la escuela nunca se preocupó demasiado. Décadas después, casi sin darnos cuenta, nos encontramos que en la escuela ya no se trata sólo de educar al ciudadano, al sujeto de derechos, sino también al niño y al adolescente que consumen. Un nuevo rol se ha sumado a la escuela. En algunas, pareciera ser que ese es el rol preponderante.
       Con el fin del siglo y la irrupción de las nuevas tecnologías, la escuela se enfrentó a un nuevo y más tenaz competidor. El desarrollo de Internet y las pantallas digitales vinieron a cuestionar como nunca la autoridad de la escuela como educadora principal de las infancias y adolescencias. Aquí aparece un nuevo y polémico concepto,
el nativo digital. Donde, al parecer,  los docentes y los padres no tenemos nada más que hacer. Somos inmigrantes digitales en un mundo que los infantes y adolescentes manejan a la perfección. Hoy en día, no obstante, este concepto ya fue discutido y casi descartado por varios motivos.
        En primer lugar, por su carácter esencialista. La idea de que un niño sabe manejar mejor que un adulto una pantalla sólo porque nació con ella es, además de optimista, ingenua. El niño en soledad, no puede aprender nada y de forma instintiva tampoco. Aprende a fuerza de prueba y error y a dedicarle una gran cantidad de ineficiente tiempo a descifrar mecanismos. El adulto es más metódico, pero también menos paciente, en parte, porque se niega a abandonar su antigua forma de hacer las cosas. Si logra ser paciente, puede aprender a manejar un aparato, sea digital o no, más rápido y mejor que un niño. El adulto tiene, lo que en educación llamamos, conocimientos previos. Además, considerar que estos jóvenes van a saber aprovechar el enorme potencial de estas tecnologías en su desarrollo como personas y en el progreso de nuestra sociedad de forma casi instintiva, sin que tengan el apoyo de la familia y sin que diseñemos y apliquemos planes educativos al respecto, es un disparate.
       Y en segundo lugar, ya no se puede hablar de infancia como antes nos referíamos, sino a infancias. En este caso, los cambios económicos producidos por décadas de neoliberalismo o, si se quiere, ese capitalismo que surge a partir de la crisis del Estado de Bienestar, configuraron, por un lado, una infancia hiper conectada con total acceso a las pantallas y al consumo y, por otro, una infancia casi completamente desconectada o desenchufada con problemáticas sociales como la pobreza y la falta de escolarización. La brecha material entre las infancias también es digital, y esto hace más difícil la inserción de los desconectados -los pobres- en la cultura, el mundo laboral y  el de la información.
En medio de todos estos cambios persiste la escuela. El docente ya no tendrá la autoridad del conocimiento, tal vez tampoco se reconozca como un adulto al estilo de sus antecesores y se sienta más cercano a los niños que tiene que educar.  Y los niños ya no lo verán como el referente de la verdad sino como un igual que los guiará en sus gustos y elecciones de consumo.